22/11/08

Aniceto



El ballet no es algo que puntualmente me interese, mucho menos pasos de tango mezclados con ballet. Pero en manos de Leonardo Favio, tiene otro sabor. En tierras mendocinas de amores bravos, acequias turbias, compadritos bravos y solitarios, peregrinaciones de gitanos, etcétera. Los escenarios -fueron realizados en un búnker de Quilmes- son exquisitos, quizás un recuerdo de películas europeas para la televisión, quizás un recuerdo a esas tardes calurosas de Arturo Ripstein.

El retrato del macho derrumbándose como un pobre idiota, cayendo tras haber cometido la última idiotez posible, el último recurso agónico de un macho solitario. El discurso duplicado para el cortejo de la Francisca, pobre empleada doméstica romántica y soñadora; para la Lucía lo mismo, sólo que rapidita la morocha, una de esas mujeres que son de poco fiar en cuestiones del corazón.

El galardón de la noche se lo llevó el mejor actor: el gallo blanco de Aniceto, que hace todo perfecto. No sé si fueron maquetas o muñecos realmente los de las escenas de riñas de gallos, pero qué imagen, Dios! Ottimo. Es el dueño del tiempo cinematográfico, criatura vil y malvada como su dueño, voraz y desesperada en el ring, sedienta de sangre. Un velociraptor que a donde apunta los ojos, clava el pico. Y para mí, el verdadero amor de Aniceto bondage; no sean ingenuos espectadores que un gallo atado a los pies de la cama de su dueño no es un acto fortuito ni debe ser entendido exclusivamente como una cuestión de seguridad doméstica avícola.

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